Atardece en Peñafiel. Su castillo hoy alberga el Museo Provincial del Vino, todo un emblema de la denominación Ribera del Duero para el enoturismo. Desde lo alto se dominan los valles de los ríos Duero, Duratón y Botijas.
Gracias a la fotografía podemos viajar en el tiempo. En este caso a través del visor de Otto Wunderlich, fotógrafo alemán que, en su incesante trabajo por tierras españolas, se detuvo en Peñafiel. No sabemos con certeza el año, entre 1930 y 1936… Un grupo de mujeres lava la ropa a orillas del Duratón a su paso por Peñafiel. Las casas de esta villa medieval conforman el decorado. En primer término, se apilan odres del vino. No lejos de allí, las bodegas subterráneas guardan silencio.
Peñafiel, Valbuena, Sardón, Tudela, Simancas y Tordesilllas… Todas en el mismo río Duero. Entre viñedos, pinares y el horizonte que nos brinda la llanura, un águila real surca el cielo.
Aquí las orillas se llenan de álamos, sauces y olmos y las aguas del Duero discurren lentamente, abriéndose paso por los vestigios de su propia historia. Son las arquitecturas del Duero, en palabras de José Luis Gutiérrez Robledo, «testigos del río, de su historia y de sus hombres». Como el monasterio de Santa María de Valbuena.
Joaquín Araujo y José Luis Gutiérrez Robledo
Las arquitecturas del Duero. Duero. Historia viva.
Lunwerg Editores
Son más de una docena los monasterios cistercienses establecidos a lo largo de las aguas del río Duero en Castilla y León. Algunos ya desaparecidos, como Santa María de Aza o San Pedro de Gumiel de Izán. Otros llenos de vida, como Santa María de Valbuena, lugar de recogimiento y sede actual de la Fundación Las Edades del Hombre.
«Si el cielo de Castilla es alto, es porque lo habrán levantado los campesinos de tanto mirarlo».
Miguel Delibes
«Dependencia del cielo»
en Castilla, lo castellano y los castellanos, 1979
En torno al Monasterio de Santa María de Valbuena, se ha ido transmitiendo una leyenda, recuperada por José Luis Velasco, que nos cuenta como el 20 de agosto de 1545, festividad de San Bernardo, al cruzar el río en la barca Ana de Montemayor y Aceves se desvaneció y cayó al río; el barquero Quico, Francisco de San Bernardo, se lanzó a salvarla, pero llegó un hombre vestido de peregrino, que nunca envejecía, y salvó a los dos. Era el Hermano Diego.
No lejos de allí, en Curiel de Duero, el tiempo parece haberse detenido.
Llegamos al final de nuestro recorrido por tierras vallisoletanas. A lo lejos se atisba el puente medieval de Tordesillas, durante siglos paso obligado del Duero. Sus diez arcos apuntados permiten que el agua discurra ajena al peso de su historia. Aquí tuvo lugar la firma de aquel tratado (1494) que trazó una línea divisoria de polo a polo para repartirse el mundo: el hemisferio oriental para la corona de Portugal y el occidental para la Corona de Castilla.
Es probable que, en el silencio de la noche, Leonor de Guzmán, amante de Alfonso XI, sintiera correr las aguas del Duero desde los aposentos de palacio, conocido entonces como de Pelea de Benemerín en conmemoración a la Batalla de Salado. Tiempo después, en 1365, se convirtió en el Real Monasterio de Santa Clara.
Por aquí el Duero, gracias a la incorporación del Pisuerga, ha aumentado su caudal. Los sauces se acercan a la orilla y las aves sobrevuelan las copas de chopos, álamos y fresnos. Poco falta para llegar a Toro, en plena vega del Duero. Ciudad donde, en palabras del escritor Suso de Toro, «se guarda el vino, tinto y denso como la sangre».